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ISSN 1989-4163

NUMERO 34 - JUNIO 2012

El Tren de la Alegría

Sergio Manganelli

        Anoche viajaba de regreso a casa, gozando a pleno de los excelentes servicios del Ferrocarril Sarmiento –hoy patrimonio de la iniciativa privada- cómodamente instalado en una moderna y cálida unidad, que navegaba sobre un mar de sargazos, y bajo la inclemente lluvia de un lunes aún más inclemente. Lo que ya era bastante motivo para agradecer el encontrarnos al amparo de ambiente tan acogedor.

De repente, y en medio del desfile sin pausa de vendedores ambulantes, pibes de las estampitas con los ojos encendidos de inhalar pegote, y gentes diversas que buscan arrimarse una moneda al bolso, de la mejor forma posible –por lo general más decorosa que la de muchos señores de teléfono celular- apareció un muchacho vendiendo bombones de chocolate, el que prácticamente cayó dentro del vagón, tropezando con todo el mundo, y envuelto en una curda colosal. De esas que no se parecen en nada a las chupandinas de parranda, a los excesos extrovertidos del festejo, ni a las deportivas mamas a destajo de los copetines al paso. Era una borrachera oscura, de las que llevan la finalidad quirúrgica de extirpar el mal, y levemente pueden semejarse al analgésico. No se podía tener en pie. Recorrió a los tumbos la misma fila de asientos, cerca de veinte veces, de ida y vuelta, pero siempre la misma. Repitió a medias lenguas la frase del rebusque, mientras caía hacia los costados y se le desparramaba la mercadería entre los pies del pasaje. La gente comenzó a reír, en parte por la insistencia de venderle a los mismos quince o veinte tipos a lo largo de tres estaciones, otro tanto por los comentarios de esos aprendices de cómicos que nunca están ausentes, y el resto, vaya uno a saber por qué.

De a poco se animaron algunos, que pensaron en aprovechar la escena para amortizar el fresco de la noche con algunos bomboncitos gratuitos, y hasta los más moderados aportaron aunque más no fuera,  una sonrisa de complicidad. Apenas dos o tres pudimos darnos cuenta que estábamos frente al espejo de nuestra realidad social, tanto o más patética que nuestro sentido del humor en este convoy de la alegría.

Una radiografía impecable de nuestra Argentina del progreso, hundiéndose en las bondades de este Primer Mundo, al que supongo sólo accederemos por la puerta de servicio, y que más bien parece el penúltimo subsuelo de la degradación, en descenso inmutable. Este Edén en el que nuestros obreros se agolpan en los trenes y colectivos, ya no para viajar hacia las fábricas, sino, para vender cualquier cosa que les permita darle sustento a sus familias. Lo que pareciera perfectamente justificado por el incremento de los volúmenes de venta de todo cuanto no se fabrique en nuestro país, y aporte obesidad a las arcas de quienes nada invierten y menos arriesgan por generar empleo para nuestra gente.

Sin embargo, la fiesta continúa, y el tren seguía con su delirio de circo romano, en donde los cristianos devoran a los cristianos, y los leones duermen la siesta, saciados hasta el hartazgo. Se me ocurrió pensar que a este pobre tipo River lo había privado de la única alegría de la semana, y comprendí de inmediato que los dos nos habíamos subido al tren equivocado.

Nos bajamos en Haedo, y paró de llover.

El tren de la alegría

 

 

 

 

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